Cuenta una antigua leyenda que en una época de gran calor la gran 
montaña nevada perdió su manto de nieve, y con él toda su alegría. Sus 
riachuelos se secaban, sus pinos se morían, y la montaña se cubrió de 
una triste roca gris. La Luna, entonces siempre llena y brillante, quiso
 ayudar a su buena amiga. Y como tenía mucho corazón pero muy poco 
cerebro, no se le ocurrió otra cosa que hacer un agujero en su base y 
soplar suave, para que una pequeña parte del mágico polvo blanco que le 
daba su brillo cayera sobre la montaña en forma de nieve suave.
Una vez abierto, nadie alcanzaba a tapar ese agujero. Pero a la Luna 
no le importó. Siguió soplando y, tras varias noches vaciándose, perdió 
todo su polvo blanco. Sin él estaba tan vacía que parecía invisible, y 
las noches se volvieron completamente oscuras y tristes.
 La montaña, 
apenada, quiso devolver la nieve a su amiga. Pero, como era imposible 
hacer que nevase hacia arriba, se incendió por dentro hasta convertirse 
en un volcán. 
Su fuego transformó la nieve en un denso humo blanco que 
subió hasta la luna, rellenándola un poquito cada noche, hasta que esta 
se volvió a ver completamente redonda y brillante. Pero cuando la nieve 
se acabó, y con ella el humo, el agujero seguía abierto en la Luna, 
obligada de nuevo a compartir su magia hasta vaciarse por completo. 
Viajaba con la esperanza de encontrar otra montaña dispuesta a 
convertirse en volcán, cuando descubrió un pueblo que necesitaba 
urgentemente su magia. No tuvo fuerzas para frenar su generoso corazón, y
 sopló sobre ellos, llenándolos de felicidad hasta apagarse ella misma. 
 Parecía que la Luna no volvería a brillar pero, al igual que la montaña,
 el agradecido pueblo también encontró la forma de hacer nevar hacia 
arriba. Igual que hicieron los siguientes, y los siguientes, y los 
siguientes…
Y así, cada mes, la Luna se reparte generosamente por el mundo hasta 
desaparecer, sabiendo que en unos pocos días sus amigos hallarán la 
forma de volver a llenarla de luz.
 
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